miércoles, 14 de septiembre de 2016

Adios sentimental a una villana

(un vecino de Valencia despide a su ex-alcaldesa)

Hoy las gaviotas vuelan bajo. Hoy doblan las campanas y las copas de balón. Aunque te vas sin irte, siento que toca decirte adiós. Como tantos jóvenes valencianos, crecí pensando que las municipales eran tu cumpleaños, puro formalismo para verte saltar, para verte reír. Por no haber cambios casi ni cambiabas de atuendo. Y no te negaré tu séquito. Sería hipócrita que hoy no te llorase esta ciudad cuando la absoluta mayoría de sus miradas fueron tuyas. Las abuelas envisonadas del centro deberían guardar luto una legislatura. Romi Lachi. Me pregunto qué será de los taxistas. Qué será de los que miran al cielo con temor a que lluevan catalanes. Y qué de los pobres que ahora se sorprenden al descubrir que son pobres. Y qué de los ricos que ahora se sorprenden al recibir su citación judicial. Dejas huérfanos a muchos que iban soñando detrás de ti.

Porque qué duda cabe que fuiste una gran soñadora, si hasta soñaste una capital sin un país. Amante sin igual de la cartografía, tanto y tanto quisiste ponernos en el mapa que hiciste de la ciudad una chincheta. Alma caritativa, que diste de comer a los niños malnutridos un puente jamonero. Y dejaste una caricia que todavía corta las fachadas de los pescadores, como esas plaquitas que se ponen después de las riadas: hasta aquí llegó la avenida.

Excelentísima herida, musa de mil manifestaciones, letra de nuestros gritos y canciones, yo creo que echaremos de menos tu sombra. Porque ¿qué será de esta sonrisa vertical sin tu carmín? ¿Quién sacará ahora la lengua bífida del Turia? Hace un año nos dejaste y de repente llegó el verano, de repente el futuro. Y nosotros, ese pueblo amable que te disparaba por correo. Nadie te vitoreó nunca desde el tendido, nunca nadie te cantó “que bote”. Sólo quedan tus pirámides, nuestro desierto, y los turistas. Por eso quiero recordarte, ahora que dicen que hemos ganado, y tú saltas del AVE como huyendo del revisor. Lejos de la euforia de los bandos, te recuerdo y me pregunto cómo será, qué diremos, cuando vuelvan las derrotas, y no queden más villanos.

jueves, 21 de julio de 2016

Los filántropos

«¡Menos pokemon,
y más piquetes!»


«¡Menos youtubers,
y más escraches!»


«¡Menos telecinco,
y más terremotos!»


«¡Menos tocino,
y más velocidad!»


«¡La gente es que es idiota!»
señalas en tu muro.

«¡Así nos va, así nos va!»
tu madre le da “like”.

martes, 28 de junio de 2016

(otra vez) Un hombre de estado

Lo bueno de este país es que es muy constante y, una vez grabada, permite reciclar la desesperación.


domingo, 15 de mayo de 2016

Los buitres

La tarde baila en la nubes
cubre de sangre los cerros
una corona de buitres
acompaña al carretero.

~Victor Jara

Siguiendo el aire de los tiempos
abandonaron las montañas.
Ya no coronan con su vuelo,
los buitres.


Están todos en casa
con la mañana tonta.
El chaleco de plumón,
el omeprazol en la mesita,
y los whatsapp que espuman
y descorchan el móvil.


Hará un mes de los carteles:
"En tres días SÍ o NO, por teléfono
sin nómina sin aval sólo
con título de propiedad."


Siguiendo el aire de los tiempos
donde el pudor no crece,
después después del vértigo,
los buitres,
que ya no coronan a nadie, que sólo vigilan
su colesterol y van trotando
de forma tan graciosa tan de vídeo,
por el pasillo haciendo hambre,
siempre que suena el timbre
y huele a moribundo.

viernes, 1 de abril de 2016

En los huertos urbanos del Clot

Hace más de un siglo que Valencia derribó sus murallas, y para las almenas que aun quedan en pie hay horario de visita. Hoy la ciudad se defiende atacando. Tan soberbia y deslenguada, cuenta que un día, con hambre de barrios, se desabrochó el cinturón. Desde entonces se ha tragado pueblos sin masticar, se ha bebido un cauce, y ha crecido burbujeante una mancha de aceite que sofríe el suelo a su paso y lo dora. Para su gusto o disgusto, nunca se sacia. Come todo lo que le dan. Y comiendo a veces pasa que se detiene un instante, se lleva la mano al pecho, y eructa personas.

Un sábado frío mañanea en el descampado del Clot. El gueto duerme. El viento marino llega saltando la primera línea de playa, y hace de cada palada una nube de polvo. Por debajo de los escombros aflora una calle empedrada de otro tiempo y otro barrio. En los bloques una cabeza se asoma por una ventana del primer piso: “amigo, ¿qué vais a hacer aquí?”. Cinco gitanos se acercan a la acera. Hace rato que sus hijos corretean por el descampado, con escobas y rastrillos más grandes que ellos. “Cuidado con ese que es el peor criminal del barrio” dice Tomás, y al final de su dedo se encuentra un niño de pelo castaño. Se nos acerca otro corriendo, Edu, y en su mano morena diminuta sucia trae una pelota de tenis amarillísima. En silencio nos la enseña, como se enseñan los tesoros.

Sucede que junto al descampado hay un polideportivo. Sus cuatro pistas de tenis y sus dos pistas de pádel están rodeadas por un muro de media altura con una valla metálica encima. La parte de la valla que da al descampado está, a su vez, cubierta por una malla verde para jardines. Si te acercas y te asomas por encima del muro, allí donde la malla no está bien sujeta, a través de las aspilleras puedes ver niñas rubias de la edad de Edu jugar a tenis. Así ocurre que de vez en cuando las pelotas fosforescentes se aparecen en el descampado como milagros; y nadie las reclama, porque entiende que deben haber caído a un lugar lejano, extramuros, durante siete días y siete noches.

La séptima tapa

Entre jirones de ketchup y mayonesa espera la brava de la vergüenza. Virutas de chipirón, medio limón estrujado en un plato sin calamares, un charco de aceite y perejil sin sepia, que alguien rebaña con pan. Son pasadas las diez y casi todos apuran su segundo tercio. Ya se han puesto al día. Han comentado las noticias entre risas y sofocos, y ahora la conversación flota con levedad hasta encallar en el presente. Alguien se anima y, sin saberlo, cita libremente a Machado: país que bosteza país que se va a la mierda. Y trae seis tercios cuando puedas, ¿o apetece un vino turbio? Alguien plantea pedir una de zarajos y le salen cómplices. En torno a una mesa la muerte es menos muerte.

El tabaco de liar va manchando los regazos. El sentimiento es de prórroga. De sutilísima pendiente bajo las patas de la mesa. Alguien rasca ausente la etiqueta de un botellín. El vendedor ambulante agita sus mecheros: no gracias, no queremos nada. La noche pasa descalza. Las demás mesas se vacían. Es momento de mistela y vaticinios. De leer el futuro en el vuelo de los vasos, en los restos de zarajos. La Tierra se hunde. El petróleo se acaba. Europa la vieja, la vieja Europa, está senil, está jodida; olvida el nombre de sus hijos y se la ha visto en camisón cavar trincheras con las manos. En los oídos, el mismo zumbido que escuchó Orwell y eufemismos nuevos al galope. La persiana del bar cuelga a media altura y alguien mira el reloj. ¡Coño qué hora es! Si vas al baño pide la cuenta. Hay qué ver, cómo pasa el tiempo. Ya ha pasado bastante, ¿no crees? ¿No te da la sensación de que ya es posible repetir todos los viejos errores?

jueves, 31 de marzo de 2016

La abuelita presidente

Todavía hoy sigue bajándose con dificultad una de sus medias color carne, recorre su pierna como un mapa arrugado, señala una variz tortuosa y dice “mira, el Guadalquivir”.

A quienes ya no son maridos ni mujeres, se les declara exmaridos, o ex-mujeres. Pero a los expresidentes a veces se les llama presidentes, por cortesía, y porque un presidente realmente nunca deja de serlo. Siempre preside un poco, por el rabillo del corazón. Ve la patria como su ahijada (¿acaso no la crió él?), y se pone maternal. Quisiera llamarla por teléfono, preguntarle “¿cómo estás?” e invitarla el domingo a comer.

Porque la vejez nos encierra a todos. Las abuelitas presidentes se aburren, tan solas en sus residencias. Sentadas al fondo del consejo, oyen la radio y remiendan pantalones. Y cuando tienen ocasión hablan, aunque su conversación es ya garabateo de tres historias. Hablan y dicen “yo hice esto o aquello” y parece que las propias abuelitas, tan frágiles, colocaron cada ladrillo de aquel hospital y recibieron cada bala de aquella derrota. Entonces se avivan y gesticulan con las manos. Manos callosas e hinchadas de firmar leyes, manos tostadas y cuarteadas por los flashes, manos manchadas de lejía, de lavar trapos.

Cuando su familia viene de visita con los niños, la abuelita presidente reparte indultos de miel y café que guarda celosamente en el bolsillo de su chaqueta de boatiné. Hace carantoñas a los más pequeños, que se asustan y lloran. Nunca se quedan mucho. A todos les da mucha pena, la abuelita presidente.